viernes, 25 de febrero de 2011

El hijo del sepulturero

En una dia soleado es normal ver a los niños correr de un lado para el otro, llenado la calle de risas, gritos y ese raro brillo que la juventud trae consigo. Este dia no era la excepcion, salvo que los niños que pasaban por la pista tenian un lugar a donde ir, y ya se les hacia tarde. Cruzaron la cancha de futbol que ocupaba casi toda la cuadra, nada apetecible con los 28°C que marcaba el termómetro y la alerta de radiación UV que sonaba en la radio. Llegaron a una pequeña casa de un piso, sin ventanas pero con dos puertas, una de color morado y otra de color azul. Los niños ya sabían que puerta tocar. Los pequeños y apresurados pasos sonaban detrás de la pared, prestos para abrirla. Frente a ellos, el pálido aunque vivaracho hijo del sepulturero les daba la bienvenida a su casa.

La costumbre les evitaba palabras innecesarias. Un leve saludo con la cabeza y una mirada de complicidad bastaron para que entrasen. Mientras el por ahora dueño de la casa los guiaba al taller, los chiquillos miraban con el mismo asombro de la primera vez los ataudes ya acabados que se exhibian en la sala. Cajones vacíos, tallados en roble, fundidos en bronce y hasta armados en mármol vivo. Cada uno mas vistoso que el otro, como una retorcida caravana de carnaval, aunque sea solo la antesala. La verdadera pieza a la que vinieron a ver estaba al final del camino que el blanquecino muchacho mostraba con la mano, como el presentador de una feria.

Un hermoso ataud de madera, sellado y pintado en plata, con bordes perfectamente curvos. Un trabajo de un artesano que hubiera estado en la misma exhibición de la sala, de no ser porque apenas si llegaba al metro y medio de largo.

"¿Precio?", pregunto uno de los niños. "Estatal", respondio el improvisado maestro de ceremonias. "Un pequeño donativo para un desastre natural".

"¿Tanto trabajo para algo tan pequeño?", exclamó otro niño, siguiendo con la muestra. Esta vez el aspirante a sepulturero mostró una sonrisa digna de El resplandor, y explicó que era una tragedia especial la que merecía este trabajo. El nuevo usuario del ataud, les contó, era un niño de 5 años. La prensa dijo que se murió de frió, pero el informe forense decía que se ahogó con su propio vómito.

-¿A quien se le ocurre matar usando frio?- dijo otro de los niños.
-Escoge tu al asesino. El bus en el que viajaba el niño quedó varado 8 horas en una montaña por culpa de la helada. Los adultos pueden aguantar 8 horas sin calefacción, pero nosotros no.
-¿Entonces la culpa es de los padres?-
-Solo si lo quieres, amiguito, ni que fueras tan inocente, Puedes culpar a los dueños del bus por no supervisar sus coches. Puedes culpar a los padres por ser tan pobres de viajar por la cordillera en bus. Puedes culpar al Estado por no tener un equipo de respuesta inmediata a los desastres. O puedes culpar a la Naturaleza por ser tan distante.- La sentencia que soltó el hijo del sepulturero era tan divertida y cruda como siempre.

-Yo digo que la culpa es del niño por no ser lo suficientemente fuerte- soltó uno de los muchachitos, de manera socarrona.
-Es una valiente acusación, amiguito. Tal vez tu si hubieras podido resistir.-
-¿A quien elijes tu?-
-Ya lo deberías saber, no es la primera vez que vienes. Yo no estoy aquí para juzgar ni señalar. Yo estoy aqui para enterrar. Y si mi padre ha hecho semejante mausoleo en miniatura, debe ser su pequeña broma personal para el Estado. Ya que ellos no pueden tratar bien a sus vivos, mi padre les dará los lujos del osario que no pudieron gozar en vida

sábado, 19 de febrero de 2011

Las razones de la derrota

Hay una anécdota que circula mucho por la zona de Tacna, más exactamente en la frontera con Chile. Una anécdota que no se suele enseñar mucho en los colegios, pero que entre los soldados que terminaron por asentarse en ese desierto serrano que es la zona de Arica y Tarapacá se difundió como tradición oral, tal vez como masoquismo nacionalista, como chiste cruel de la vida, o por parte de los vencedores. Lo cierto es que nadie suele cuestionar veracidad de la historia, mucho menos la conclusión a la que llega.

Cuenta pues el desconocido cronista, que durante la Guerra del Pacífico, los comandantes peruanos no habían comprendido lo calamitoso de su situación hasta que las tropas chilenas llegaron a la entrada de la capital. Un país joven que pecó de centralismo y crecimiento deforme, no había sentido la verdadera amenaza de la invasión hasta que las botas extranjeras empezaron a sonar por los bosques sureños.

Sin armamento, municiones ni mucho menos recursos humanos, los militares no concibieron mejor idea que amontonar a todos los civiles voluntarios que pudiesen en trincheras humanas, mientras los pocos soldados con armas que quedaban iban recortando el terreno a proteger. Tres veces se utilizó esta táctica, y tres veces falló miserablemente.

Ya después de el último mamotreto que fue la batalla de Miraflores, que ha sido llamada "batalla" más que nada por la decencia y respeto que aun conservaban los militares chilenos hacia el enemigo, los generales de ambos bandos y los observadores internacionales se reunieron en la enfermería general, donde los soldados de ambas facciones recibían la atención requerida, como dictaban las normas de combate. El general Du Petit Thouars conversaba con el general Lynch sobre los factores que desembocaron en la derrota del ejército peruano. Patricio Lynch, que se había curtido en combates navales e invasiones extranjeras casi desde la adolescencia, escuchaba silencioso la cháchara técnica que le soltaba el francés, más comerciante que militar.

Una vez terminado el monólogo de su interlocutor, quien le pidió su opinión, Lynch se acercó a dos soldados chilenos que estaban sentados en el suelo y les pregunto: "Soldados, ¿Por qué fueron a la guerra?". Los soldados, extrañados por esa pregunta, respondieron algo molestos: "Por mi patria, general". Una vez escuchada la respuesta se acercó a dos soldados peruanos que se encontraban en el otro extremo de la sala de atención para hacerles la misma pregunta. Uno les respondió "Por Don Nicolás" y el otro le respondió "Por Don Manuel". Estos "dones" eran Nicolás de Piérola y Manuel Ignacio Prado, ex presidentes peruanos que fugaron, uno al exterior con dos bolsas de oro, y otro al interior del país para seguir "gobernando". El general Lynch volvió su atención a un sorprendido general Petit Thouars y le dijo: "Ya ve, pues, las razones de la derrota. Unos fueron a pelear por su patria, y otros fueron a pelear por Mengano y Fulano de Tal"

viernes, 11 de febrero de 2011

La gema del minero


I


Cuentan las antiguas tradiciones de los alquimistas que Paracelso, uno de sus más grandes exponentes (reales), demostró desde niño una fascinacion por la naturaleza de la fragilidad humana que lo impulsasría a descubrir los cimientos de la medicina moderna (con el perdón de los homeópatas). En su niñez, cuando aun se le conocía como Theoprhastus von Hohenheim, iba con frecuencia a las minas de carbón que en el que su padre fungía de médico. Estas minas eran famosas por sus mineros, que al estar tanto tiempo dentro de los socavones respirando el polvo del mineral, terminaban por escupir alquitrán.


Pero mientras los demás reian a costa de las condiciones paupérrimas de los trabajadores, nuestro joven e inquieto personaje analizaba cuidadosamente lo que veía. Imagínense pues, semejante escenario: Un pequeño y castaño petizo mirando con ojos casi lagrimógenos a los espectros humanos que salian de las cuencas de la Tierra, como si el mismo Hades hubiese destrabado las fosas del Averno. Un minero en particular le llamo la atencion, pues en el momento en el que lo miró empezo a convulsionar, derramando una especie de brea de su boca. Tal impactante escena marcaría el comienzo de toda una vida dedicada al divino arte de la medicina.


Asi pues, en esa epoca en la que solo los ricos sabian leer y escribir y se jactaban de nunca haberlo practicado, Paracelos decidió hunidrse de lleno al estudio del cuerpo humano.


Dicen las tradiciones, las cuales llamo traidciones pues bien podrían ser chismes de comadres o inventos de bebida, que el joven von Hohenheim experimentó unas náuseas terribles al ver el estado en el que se encontraba el estudio del cuerpo humano en su época. Una mezcla de herbolaria, peletería y mucho de carnicería comprendian los conociminetos (casi dogmas) que se aplicaban a la curacion de las dolencias cotidianas.


A pesar de las obvias limitaciones de la época, el precoz niño comenzó la ardua labor de separar la experimentación seria de los prejuicios y la charlatanería. Abandonó rapidamente su inocencia para cambiarla por la pérdida de los prejuicios, empatizando y comprendiedo cualquier tipo de fuente de información que encontraba. Los secretos del mundo y lo que lo componen empezaban a baliar en los ojos del joven Teoprhasto.


II


Es curioso como los predestinados a la grandeza suele experimentar un instinto de alejarse de todo lo que conocen e internarse al desierto más cercano. Las grandes figuras de la historia optaron por vagar por el mundo, recolectando todo el conocimiento que pdoian, extrayéndolo de cualquier maestro, para al fin alzarse como los Mesias de la humanidad. Siguiendo este patrón, Paracelso vagó por toda Europa, visitando a las grandes mentes que se dedicaban a estudiar la naturaleza del ser humano. Desde obispos católicos, abates, faquires, masones y nigromantes, no dejaba un lugar sin haber dado testimonio de su mente preclara e inteligencia sin igual.


Lastimosamente, a la par que su fama crecia, la envidia le seguia los pasos, alimentándose del rencor y la ponzoña que segregaban los corazones viperinos de los médicos a los que dejaba en ridículo junto con sus medievales creencias. Fueron estos vejestorios los que propagaron toda clase de rumores, razon por la cual lo que conocemos de la vida de Paracelso está como el oro encasullado, mezclada la verdad con los hechos sobrenaturales.


Se decia que habia pactado con el Diablo (acusacion muy comun para los revolucionarios de cada generación), que habia aprendido el arte de la generación espontánea, que podia crear vida y hasta carne humana. Algunos incluso se aventurabana decir que poseía la Divina Panacea, el purificador máximo, capaz de curar cualquier enfermedad y de purificar cualquier metal para convertirlo en oro. Todos estos rumores eran fruto de la ignorancia con la cual muchos autodenominados eruditos leian sus escritos, la mayoria de ellos no iniciados en la cábala. Él mismo acusaba a sus detractores y colegas de estar impulsados por la codicia malsana, y que de existir semejante artefacto, no debería ser un fin sino solo un meido para alcanzar un estado superior de iluminación El estilo de vida enigmático unido a su capacidad casi divina de sanar cualquier mal solo lograron crearle un aura de ente sobrenatural, haciendo que su leyenda traspase fronteras y que inclusive nadie se atreviese a condenarlo ni arrestarlo.


III


Es en este momento en el que el ya bastante crecido Paracelso regresa a las minas donde su padre le dio su primera clase sobre el dolor ajeno. Los mineros seguían saliendo maltrechos y casi pálidos, haciendo que el polvo negruzco que los cubría resaltase sobre la marchita piel de los trabajadores. Pero él ya habia descrifrado la razon de sus males, razon que aun no entendian ni los más grandes escolásticos de la época. Era el mismo polvo de carbón que respiraban constantemente el que se almacenaba en los pulmones de los obreros, al grado que el carbón terminaba por sedimentárseles dentro de sus bronquios.


Se acercó rapidamente a uno de ellos, uno de aspecto particularmente joven, que daba la sensación de que en cualquier momento se desplomaría en el piso para resquebrajarse como el cristal. Rapidamente saco un frasco que contenía un líquido de un rojo carmesí casi antinatural, de un rojo tan vivo que parecia que aun palpitaba dentro del frasco, como si contuviese la memoria de seguir bombeando en el corazon de algún gigante. Y, sin titubear, tomó al joven por la espalda, enderezó su cuello, y vertió el contenido del frasco en su garganta.


Casi de manera instantánea los mineros que pasaban por ahí cercaron tan singular escena: Un forastero de rostro noble se erguía frente a uno de sus colegas caido en el piso y dando violentos estertores. Habrian saltado sobre él, de no ser por un solo minero que reconoció en aque rostro castaño y de ojos grandes aquel niño que se compadecía de su dolor hace ya tanto tiempo. En ese momento en el que el minero logró apaciguar a sus cmpañeros, en el que los estertores para´n, y el joven enfermo se levanto aun tambaleante. Una vez de pie, el joven escupió una piedra de considerable tamaño de su boca. La piedra que cayó en el suelo hubiera pasado por carbón comun, de no ser por las inscrustaciones rojizas que salpicaban su superficie.


En ese momento, cuando el joven abrio la boca para exclamar, paró repentinamente al sentir por primera vez desde su nacimineto una gran y suave bocanada de aire puro como si hubiera sido exalada por ángeles. El alarido de felicidad frenó a todos los trabajadores que se habian congregado a presenciar semejante milagro. Paracelso reconoció al viejo minero, se acercó a saludarlo y le entregó un matraz leno del mismo liquido carmesí. “No les des más de 3 gotas a cada uno”, le dijo. “O terminarán por vaciar las vísceras”.


Cuentas las antiguas tradiciones, pues hasta aqui ha de llegar mi conocimiento sobre los hechos, que el viejo minero preguntó: “¿Como podremos pagarle?”. Von Hohenheim se acercó a la piedra de carbón que habia saldio de las entrañas del joven, la recogió, la guardo en un bolso de seda que tenia en el cinturon y miró largamente al minero, como si toda una vida hubiera sido un precio demasaido barato para pagar este momento, y respondió, agintado la bolsa...


“Ya lo habeis hecho”.